domingo, 13 de abril de 2014

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Los diez kilómetros de rigor habían sido bastante tranquilos, y tras tomar el café de la barra y evitar quemarme, comencé a leer (hojear diría yo) el panfleto que hacía las veces de periódico y que por su nombre intentaba ser parte de la enseñanza de primaria (ABC).
Al ser lo único leíble en el bar donde tomo el café allá por las 7,20 horas, no le hago ascos,  y mientras lo hojeaba llegué a la zona de anuncios varios, encontrándome con una sorpresa. Una chica bastante artificial, que tenía un número bajo su cuello (y que deseché tuviese que ver con ningún registro penitenciario) que comenzaba por 906, me invitaba, ya que era yo quien leía, a gozar, llamando al mencionado número y por un módico precio de €/minuto.
Me estuve fijando mucho en su cara, y por más que la miraba, la observaba y buscaba en mi memoria, no me recordaba a nadie conocido, por lo que dejé de interesarme y continué pasando hojas (de ahí viene lo de hojear, intuyo) hasta que llegué a otra sección, también de teléfonos, pero con otros prefijos.
Esto del 906 tiene su gracia, porque no se me ocurre llamar a una chica de una foto, que es inexistente, para que me cuente lo que yo quiero oír, porque mi imaginación es infinitamente más sugerente que cualquier tema con un o una desconocida, y para lo que quiera siempre puedo “colocar” la cara de alguien, digamos,  cercano (en estos momentos las distancias las elimino por propio interés) y así siento realmente el calor.

Cuando llegué a la otra página, me encontré con otro anuncio, que como ya he comentado, tenía otro prefijo, el 902, y que reflejaba la imagen de un ser humano anónimo, vestido con una indumentaria de otras tierras, y esa imagen, ese rostro, no me pareció en absoluto... artificial.
El anuncio hablaba de alguien que estaba perdido, y solicitaba una ayuda para encontrarlo. Curiosamente, mientras me fijaba (ahora sí) en su rostro, tenía la sensación de que se iba transformando, y tras unos segundos de estupefacción, me di cuenta de que la imagen era de mi propia cara, la misma que veo cada mañana cuando me levanto, pero con ropas y atuendos distintos.
Cerré los ojos, los abrí y allí seguía yo. Volví a cerrarlos, miré a mi alrededor, me situé en el bar de cada mañana, con la misma gente y los mismos “bostezos” de cada día, pero cuando volví a mirar el anuncio, allí seguía mi cara.
Lo más curioso de todo (y ya estaba siendo todo demasiado curioso) es que segundos después comenzaron a pasar rostros de personas conocidas, seres humanos maravillosos, con los que antaño tuve relaciones únicas, increíbles, gente a los que tuve la suerte durante una época de mi vida de llamar Amigos, y que fueron marcando los distintos pasajes de mi existencia.

Nunca llamaré a ese 902, ya no creo en los que ponen los anuncios para salvar a la humanidad, sabiendo que aún hoy cada cuatro segundos alguien anónimo, sin cara... artificial, sigue muriendo porque sí, sin razones, pero al menos sé que en mi mente, aún sintiéndome perdido, continuando la búsqueda que intento cada día para no sé qué, de vez en cuando vuelven los rostros que me hacían sentir calor, paz, calma, sean antiguos o actuales, sean reales o desaparecidos, y no me hacen falta, ni me interesan por ahora, esos que te ofrecen quemarte, estar caliente, vivir la aventura de tu vida (sobre todo cuando la aventura es mirar la entrepierna y creerte un afortunado).
Creo que el rostro de la fotografía que anunciaba la pérdida ya no existe, será otro ser anónimo que ha muerto, pero todos y cada uno de los rostros que pasaron ante mí mientras la miraba, incluido el mío, estarán vivos hasta que yo desaparezca.

Hace tiempo que dejo que las noticias menos importantes resbalen por mis sentidos y no lleguen, y según esté mi espíritu, ironizo, dejo escapar mi humor ácido o, simplemente, creo que hemos tocado fondo.
Si el 906 da dinero, mucho dinero, y el 902 cuesta lo que una llamada local, no tengo ninguna duda de que el perdido seguirá perdido para siempre, y el que busca su alma en los burdeles modernos la encontrará en el susurro de una voz, el olor de un coño perfumado o la caricia de una mano enguantada.


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