Aquella
tarde, el paseo fue tan corto como de costumbre. Las nubes, inocentemente
blancas, se habían imbuido de un pardo amenazador, presagiándome una ducha
inminente.
Nunca
entendí de nubes. Jamás reparé demasiado en ellas. Me parecían tan simples y
caprichosas como las mujeres, aún así, sabía que pronto se abrirían sobre mí
aquellas orondas panzas de mentirijilla, hermanadas sobre el abismo azul. Hoy
tampoco concluiría mi paseo en la cima de la Sotana.
Evidentemente
estaba a merced de las nubes, dado que ya había tomado la ducha de la mañana.
De
Norte a Sur observé como avanzaba la piel de lobo sobre las trenzas de las
montañas más próximas, cómo tomaba posiciones sobre la base de las sierras más
claras para devorar en segundos cualquier balar piadoso. Sin piedad a izquierda
y derecha me iban aislando del resto de la naturaleza.
Los
brazos de los árboles más altos habían caído maniatados en una sombra sepia
inexpresiva tan triste como la pobreza; su verdor palidecía por momentos
intimidados por el pendiente marrón. Se agitaban nerviosos contagiándome de un
temblor simplón. Parecía que todo el bosque se había puesto de acuerdo para
aguarme la tarde, pero yo sabía de quién partía la conspiración...
Los
pájaros habían dejado de cantar y buscaban en pos del viento un refugio seguro
ante el avance de la nada.
La
naturaleza estaba a merced de aquellas féminas caprichosas. Las miré
desafiante.
El
sol dominguero trataba de asestar puñaladas asesinas en la espalda de las
gigantas, pero éstas, sin defenderse, mortificaban los diabólicos rayos,
humillándolos en su buhardilla de escalones infinitos.
Si
aquél rey no podía contra ellas... ¿Qué podía hacer yo? un ser tan
insignificante y desprotegido.
Las
miré con ojos bondadosos; algún día habría de acabar aquella pesadilla. Acataba
su antojo, pero humildemente trataba de implorar clemencia. Definitivamente,
¿no trataban estas de que me arrojara al suelo? para humillarme más.
La
naturaleza no podía ser tan vengativa, ¿o acaso si? Comenzó a llover.
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